Ecología profunda y ciudadanía global, DEEP ECOLOGY AND GLOBAL CITIZENSHIP
Artículos
Ecología profunda y ciudadanía global
DEEP ECOLOGY AND GLOBAL CITIZENSHIP
Bula Caraballo, Germán
Germán Bula Caraballo [*][**]
gbulalo@unisalle.edu.co
Universidad de la Salle, Colombia
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 15, núm. 2, 2016
revistafilosofia@uis.edu.co
Recepción: 11 Diciembre 2015
Aprobación: 18 Abril 2016
URL: http://portal.amelica.org/ameli/
jatsRepo/408/4081882003/index.html
DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v15n2-2016003
Resumen: este texto parte de la idea de teóricos como Ulrich
Beck y Peter Sloterdijk de que el mundo actual es compacto (esto
es, que en el mismo la acción no escapa a consecuencias sistémicas
globales) para argumentar por la necesidad de una ciudadanía
global; esto es, de un activismo político civil que trascienda las
fronteras nacionales. Teniendo en cuenta las barreras para tal
tipo de ciudadanía que señala Orion Kriegman, se propone que
la idea de yo ampliado, venida de la ecología profunda de Arne
Naess, puede proporcionar una base para sortear dichas barreras.
Palabras clave: globalización, ciudadanía global, ecología
profunda, yo extendido, responsabilidad.
Abstract: inkers such as Ulrich Beck or Peter Sloterdijk argue
that the world is compact (that is, that in it action does not
escape global systemic consequences). From this basis, I argue
for the necessity of global citizenship, that is, of civilian political
activism that transcends national boundaries. Bearing in my
mind the difficulties to global citizenship outlined by Orion
Kriegman, I propose that the idea of extended self, taken from
Arne Naess’ Deep Ecology, can provide a basis for overcoming
said difficulties.
Keywords: Globalization, Global Citizenship, Deep Ecology,
Extended Self, responsibility.
1. Globalidad forzada
Según Ulrich Beck (2009) existen tres categorías de riesgo con carácter global: ambiental, financiero y relativo
al terrorismo. Se trata de riesgos cuyas repercusiones alcanzan, o se percibe que alcanzan, a la totalidad
del planeta; a diferencia de lo que podría pasar en otras épocas, el riesgo no es asumido individualmente
a manera de elección, sino impuesto a todos, y catastrófico. El riesgo es constitutivo de nuestro mundo,
porque el capitalismo vive de la explotación del riesgo; y como nuestro mundo es compacto; debido a vínculos
mediáticos, energéticos y comerciales, las acciones locales pueden tener impactos globales más allá de lo que
el agente puede desear o prever, aún si el agente tiene buenas intenciones (Beck, 1986, 2006).
Notas de autor
[*] colombiano. Doctor en Educación por la Universidad Pedagógica Nacional y Magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Javeriana. Profesor
e investigador, Facultad de Filosofía de la Universidad de la Salle.
[**] Artículo de reflexión.
Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y
abierta de la comunicación científica
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Un ejemplo: el ambientalista Gunter Pauli desarrolló sus iniciativas de cero emisiones (ZERI) y economía
azul (de las que hablaremos más adelante) tras darse cuenta que sus esfuerzos en Europa por mejorar las
condiciones de salud de la piel y la pureza de los ríos a través de la producción de jabones biodegradables,
estaba aumentando la demanda de aceite de palma, con lo que su iniciativa estaba colaborando con la
destrucción de las selvas de Indonesia y el hábitat de los orangutanes (Pauli, 2011). Esta experiencia revela
que existen conexiones causales reales entre partes remotas del mundo, de modo que puede decirse que éste
es uno sólo. Con esto no se quiere afirmar que haya igualdad ni simetría entre las diferentes regiones o los
diferentes agentes del mundo: la misma experiencia de Pauli revela cómo son más visibles y mejor atendidos
los pequeños problemas del primer mundo que los grandes problemas del tercero. En términos de Beck (1986,
2006), se diferencian por un reparto desigual del riesgo. Ahora bien, los costos de la destrucción de la selva
tropical (la fábrica de oxígeno del mundo) eventualmente alcanzarán a los europeos preocupados por su
epidermis: de forma inmediata, los problemas ambientales exacerban la distancia entre ricos y pobres (pues
sólo los primeros tienen cómo resguardarse de los costos que se generan); pero a largo plazo y a medida que se
hace catastrófica, la crisis ambiental iguala a ricos y pobres (los primeros pueden acceder a agua potable y vivir
lejos de los rellenos sanitarios; pero ni los primeros ni los segundos pueden huir del Tsunami, de la sequía
global, de un aumento de varios metros en el nivel del mar (Beck, 2009, p.11). El mundo es tan asimétrico
como siempre lo ha sido, pero se ha hecho tan compacto que las acciones locales pueden tener repercusiones
globales que hay que tener en cuenta; no sólo se es responsable de las consecuencias inmediatas de la acción,
sino también de las consecuencias sistémicas.
Para Peter Sloterdijk (2005, 2007), la densidad elevada del mundo globalizado redunda en la inhibición
a la posibilidad de acción unilateral: mientras que había horizontes exteriores por conquistar, era posible
la acción unilateral, desinhibida, del conquistador. Culminado el proceso de globalización, el agente debe
siempre atender a las demandas de otros múltiples agentes, y restringir sus iniciativas a los escasos espacios
que permite el multilateralismo (en este sentido, los terroristas serían una especie de románticos, nostálgicos
de la acción unilateral en un mundo que en realidad no la permite). Beck interpreta el carácter compacto
del mundo como un imperativo estratégico hacia el multilateralismo: éste brinda efectividad y legitimidad a
la acción (2009, p. 18). No es un ideal abstracto de humanidad ni un imperativo neokantiano el que invita
al multilateralismo sino un reconocimiento del carácter real del mundo: se trata de una Realpolitik de la
cooperación y el cosmopolitismo.
En un mundo con conexiones causales densas, en el que la acción de un agente determina y es determinada
por la de muchos otros, es necesario obrar con los otros, y con la totalidad, en mente. Esta idea se puede
ampliar contrastándola con una manera de actuar más familiar para la modernidad. Si, en efecto, no es posible
la acción local sin repercusiones sistémicas, el pensamiento práctico debe superar el modelo de acción que
De Certeau llama estrategia:
[…] cálculo de las relaciones de fuerzas que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y de poder resulta aislable. La
estrategia postula un lugar suceptible de ser circunscrito como algo propio y de ser la base donde administrar las relaciones
con una exterioridad [...] Acción cartesiana, si se quiere: circunscribir lo propio en un mundo hechizado por los poderes
invisibles del Otro. Acción de la modernidad científica, política o militar (1990, 2000, p. 42).
Según este modelo yo actúo como agente aislado sobre un mundo que para mí es exterioridad; lo que ocurra
con dicha exterioridad más allá de mi acción inmediata no sería de mi incumbencia. ¿Funciona así el mundo?
Sólo puede argumentarse a favor de esta cuestión de hecho aduciendo hechos. Examinemos algunos.
Según lo admitió la CIA en 2013 (RT.com, 2013), Estados Unidos ayudó a derrocar al gobernante iraní
Mossadegh (de tendencia democrática y nacionalista) y a poner y sostener en el poder al odiado Shah de Irán,
a cambio de revertir la política de Mossadegh de nacionalizar el petróleo, y por contra entregarlo de nuevo a
las petroleras estadounidenses y británicas. El gobierno represivo del Shah culminó con la revolución de 1979
liderada por el Ayatola Khomeini, que puso en el poder a facciones teocráticas chiitas de la sociedad iraní.
Desde 1978, año en que Afganistán amenazaba con volverse comunista, Estados Unidos apoyó con por lo
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menos 6 billones de dólares la toma del poder por parte de los Talibanes, radicales sunitas (Dixon, 2001), que
inclusive aparecen como “los buenos” en las películas de Rambo. Son los mismos radicales chiitas que Estados
Unidos ayudó indirectamente a tomar el poder los que podrían participar en una guerra nuclear en oriente
medio; fueron los mismos radicales sunitas los que Estados Unidos ayudó directamente los que ejecutaron el
ataque del 11 de septiembre de 2001. Se podrían multiplicar los ejemplos: el calentamiento global, acelerado
fuertemente en Detroit, podría resultar en un aumento del nivel del mar que acabe no sólo con Bangladesh
sino con la Florida (p.ej, Ali, 1999; Jancaitis, 2008). En un mundo redondo y pequeño, la suciedad que lanzo
tiende a dar la vuelta y volver hacia mí.
En un mundo compacto es imposible externalizar los riesgos de la propia acción, cerrar un subsistema del
mundo a lo que ocurra en el sistema total (Beck, 2009, p. 12); la globalización se puede caracterizar como la
pérdida de fronteras en lo tecnológico, económico, político y cultural (Beck, 1998, pp. 35-36). Los efectos de
mi acción no se limitan a los réditos inmediatos de la misma en lo que a mí concierne, sino que se propagan por
un sistema en el que muchas cosas afectan a muchas otras, de modo que eventualmente puedo padecer efectos
inesperados de mi acción. Si, como se dice, el aleteo de una mariposa en china puede causar una tormenta
en el Caribe (Dizikes, 2008), ¿qué efecto podría tener sobre Nueva York, por ejemplo, el apoyo militar y
financiero a talibanes en Afganistán?
Sloterdijk dice algo similar cuando habla de sociedades de “paredes finas” (2004, p. 863), que no
sólo quiere decir que se han eliminado fronteras (políticas, causales, mediáticas, económicas), sino que
asistimos a “un proceso de desterritorialización, un movimiento de descentramiento donde se produce una
combinación entre lo geográfico, lo simbólico y lo disciplinario. Las fronteras se vuelven móviles, cambian
dependiendo del espacio en el cual se encuentra el individuo” (Rocca, 2009, p. 171). Quien obra en un mundo
desterritorializado no sólo debe atender a vínculos causales difusos y sistémicos, sino a contextos cambiantes,
en los cuales la propia identidad del individuo va cambiando.
Si todo esto es cierto, ya no se puede pensar la acción en términos estratégicos cartesianos, sino que
debe pensarse en términos globales y sistémicos. Para Beck (2009), la imposibilidad (mediática, financiera,
energética, sistémica) de alejarnos de los otros, nos obliga a tenerlos en cuenta; se crea un espacio global de
responsabilidad en el que aún el aislacionismo y la indiferencia son respuestas a la ineludible presencia del otro
y de lo otro. Lo que queremos pensar aquí es la posibilidad de la acción ciudadana en un mundo compacto y
sistémico, plagado de problemas para los que el viejo marco del estado nacional se ha quedado pequeño.
2. Hacia una ciudadanía global
No resulta sorprendente que el problema de la acción ciudadana a nivel global haya sido pensado con
profundidad por un movimiento cuya preocupación central (la salud ambiental del planeta Tierra como
totalidad) exige justamente esta clase de acción; esto es, el movimiento de la ecología profunda (que se
contrapone a lo que se llamaría ecología superficial por su valoración del mundo natural por sí mismo, y no
por la utilidad que pueda traer a los seres humanos). Para este movimiento resulta significativo que en el
siglo XX hayan surgido tres grandes movimientos a escala global y conscientes de sus conexiones mutuas:
el movimiento por la justicia social, el movimiento pacifista y el movimiento ecologista (Drengson, Devall
y Schroll, 2011, p. 101). No sólo se trataría de movimientos que trascienden la barrera del estado nacional,
sino que comprenden cómo sus luchas están relacionadas entre sí. Un ejemplo claro es el activismo de Chico
Mendes, quien fuera al mismo tiempo un ambientalista, un sindicalista, y un luchador en pro del modo de
vida tradicional de los habitantes de la Amazonía brasilera. Si bien la lucha de Chico Mendes tiene por objeto
un lugar específico en el espacio (la selva amazónica), la protección de la misma frente a la depredación de las
empresas multinacionales involucra a múltiples actores con diversidad geográfica (primer y tercer mundo),
cultural (ecologistas del primer mundo, caucheros brasileños, indígenas amazónicos) y axiológica (mientras
el interés central de los ambientalistas es el mundo natural, el de los indígenas y sindicalistas es la protección
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de su forma de vida; y en éstos últimos, desde una perspectiva de lucha de clases). Mendes no sólo es capaz de
formar coaliciones entre estos grupos diversos, sino de promover un intercambio de prácticas y lenguajes entre
ellos (ver, por ejemplo, Flores, Spinosa & Dreyfus, 1997, pp. 109-115). Baste por ahora esta caracterización
ostensiva de lo que es la ciudadanía global; que más que una idea acabada y bien delimitada, es algo a cuya
invención queremos contribuir.
Orion Kriegman (2006, pp. 3-12) presenta algunas señales de la posible emergencia de un movimiento
ciudadano global, tales como un aumento en los fondos gubernamentales para organizaciones de la sociedad
civil en años recientes; un esfuerzo creciente para coordinar las acciones entre las organizaciones de la sociedad
civil del primer mundo y del tercero; y la emergencia y continuidad del Foro Social Mundial, que darían
cuenta de una vaga conciencia de que la humanidad tiene un solo destino y está necesitada de activismo y
soluciones globales. A esta actitud vendría unida una cierta sensación de impotencia ante la enormidad y
complejidad del problema, una necesidad de un movimiento global en el que las acciones y esperanzas de los
activistas locales se vean articulados y puedan lograr efectos sinérgicos.
Se oponen a la formación de un movimiento ciudadano global los poderosos intereses que se verían
perjudicados por su éxito, el poder de los medios de comunicación, y el consumismo individualista como
forma de vida imperante de nuestro tiempo (Kriegman, 2006, p. 14). Además, la inseguridad ontológica
propia de un mundo compacto y complejo aumenta el atractivo de las ideologías fundamentalistas y
unilaterales que simplifican los problemas del mundo al autocomplaciente esquema de “ellos contra
nosotros” (Beck, 2009, p. 9). Mientras que la esperanza podría llevar a un movimiento ciudadano global; la
desesperanza llevaría a la indiferencia consumista; y el miedo a fundamentalismos de diversa índole. Ninguna
de estas posibilidades es mutuamente excluyente; hoy en día asistimos a un ascenso notable de partidos
nacionalistas y xenofóbicos en Europa (Aisch, Pearce y Rousseau, 2016), pero también a movimientos
ciudadanos globales con un reconocido impacto cultural, como Occupy Wall Street (Calhoun, 2013).
Por otro lado, parece contrario a la formación de movimientos globales el hecho de que la actividad de los
activistas se circunscribe a un ámbito local y a problemáticas bien definidas relacionadas con una identidad
de grupo: los feministas luchan por causas rosa, los ambientalistas por causas verdes, sin que haya conexión ni
articulación; los éxitos locales de activistas no se amplifican ni redundan en la cohesión de movimientos más
amplios (Kriegman, 2006). La compartimentalización de las problemáticas inclusive lleva a tensión entre los
movimientos sociales: los movimientos indigenistas apoyan relaciones de género que los feministas quieren
modernizar; los ambientalistas rechazan prácticas productivas que los sindicalistas consideran generadoras
de empleo (13). Los movimientos sociales a veces soslayan la necesidad de discutir en términos de una visión
articulada a través de una retórica de ser movimientos sin líderes u organizaciones rizomáticas, retórica
que puede restar transparencia a la política interna de los movimientos (13). Otro posible obstáculo para
un proyecto progresista reformador puede ser, como señala Sloterdijk (2007, pp. 311-312), pensar en una
humanidad o globalidad en términos abstractos e ideales que ignoren la real asimetría entre las regiones y entre
los seres humanos, sus diferentes historias y símbolos, sus relaciones de poder, su arraigo al terruño propio.
Un genuino movimiento ciudadano global tendría que combinar el reformismo y el ataque de síntomas
(efectos de males sociales más profudos) a corto plazo con esfuerzos encaminados hacia un cambio sistémico
a largo plazo, proporcionando un espacio de diálogo y articulación entre los diferentes activistas de modo que
se produzca con claridad una visión global de cambio, y la esperanza en sus posibilidades de éxito (Kriegman,
2006, pp. 8 y 17). Por tanto, no basta con una cierta masa crítica de activismo social, se necesita de un liderazgo
que articule una visión plausible e incluyente, en la que los diferentes activistas locales puedan sentirse en
casa (16).
Un liderazgo jerárquico y monolítico difícilmente podría lograr la adhesión de la gran diversidad de
movimientos sociales que hay en el mundo. Teniendo en cuenta que la acción compartida implica una
identidad compartida, el liderazgo de un movimiento ciudadano global tendría que ser capaz, al mismo
tiempo, de articular esfuerzos y visiones locales, y de preservar una diversidad tensa y muchas veces
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contradictoria en el seno del movimiento (14). Tendría que construir una identidad global amplia y flexible.
Diversidad y cohesión son variables en tensión; pero es posible, con habilidad, maximizar ambas: lo prueba
la diversidad cohesionada de un ecosistema de clímax, o de una fuga de Bach (Bula, 2010a).
3. El problema de una identidad global
Por muy globales que sean nuestros problemas más importantes, seguimos siendo seres locales y parroquianos,
y también lo son nuestros problemas más urgentes. El estado nacional, como señala Sloterdijk (2007, pp. 180
ss.), es una estructura de inmunidad psicológica a un tiempo imaginaria y real: si bien no es necesario que la
identidad esté ligada al territorio, y que éste es históricamente una creación, no obstante compartimos con
nuestros co-nacionales una hermenéutica nacional. Los habitantes de los Llanos Orientales colombianos y los
Llanos Occidentales venezolanos tienen mucho más en común, entre sí, cultural, social y económicamente,
de lo que los primeros tienen en común con los bogotanos, o los segundos con los caraqueños. Inclusive
los hermanan problemas, como la aosa en su ganado. Pero los llaneros de este lado celebraron el 5-0 de
Colombia a Argentina y se lamentaron de ver a Omaira hundirse tras la tragedia de Armero; y los del otro
lado se enorgullecen de los héroes del 41, que ganaron la copa mundial de béisbol en Cuba; y lloraron con la
tragedia de Vargas, cuando las lluvias causaron derrumbes que cobraron varios miles de víctimas.
Los mismos movimientos sociales tienden a basarse en la homogeneidad de una identidad compartida, cuya
reivindicación a menudo motiva la acción (Kriegman, 2006, p. 9): es el caso de los movimientos indigenistas,
o del movimiento LGBTQ (y lo ejemplifica la progresiva adición de letras que han sufrido las siglas). Esta
política de la identidad tiende a causar fragmentación en los movimientos sociales que, además, temen al
unanimismo ideológico y el liderazgo autoritario que mostró el comunismo en el siglo XX.
En un discurso ante las Naciones Unidas en 1987, Ronald Reagan sugirió que la unión entre naciones se
conseguiría si el planeta se viera atacado por una fuerza extraterrestre (Koenig, 2013). La historia muestra,
en efecto, que un enemigo común puede crear una identidad común entre gentes diversas: es el caso de las
diversas polis griegas en su enfrentamiento con el imperio persa (Kriegman, 2006, p. 7). Beck (2009, p. 5)
señala que, a través de los medios de comunicación, ciertas tragedias son vividas como eventos globales que
despiertan cierta solidaridad cosmopolita (el tsunami del sureste asiático, los atentados del 11 de septiembre
de 2011, el desastre nuclear en Japón). Ahora bien, una identidad basada en un enemigo común dura mientras
dure el enemigo; y la conciencia y empatía global que generan los desastres mediatizados es, de entrada,
bien superficial, y tiende a disiparse en cuanto los medios se enfocan en otra cosa. Una verdadera identidad
cosmopolita que fundamente un movimiento capaz de contribuir a transformaciones de fondo a nivel global
no puede basarse en crisis puntuales que despiertan emociones reactivas. Como mostraremos más adelante,
el tipo de identidad cosmopolita que sustente la ciudadanía global tendría que ver con una ampliación del
Yo, como propone la ecología profunda.
Hay antecedentes históricos de una ampliación profunda y permanente de la identidad individual: en
efecto, con la creación de los estados nacionales se crearon identidades nacionales (con sus relatos, símbolos y
místicas) a partir de unidades geográficas y culturales más pequeñas (Kriegman, 2006, p. 7), no sin resistencia
por parte de éstas, en un esfuerzo por proteger su identidad. España y su identidad nacional fueron una
creación deliberada; aún en la dictadura de Franco estaba prohibido el uso del catalán en la vida pública
(Gulstad-Kristiansen, 2015, p. 17).
Cabe distinguir, con Kriegman (2006, p. 6), entre las comunidades institucionales a las que pertenecemos
por razones políticas y contractuales, y las comunidades imaginadas, a menudo implícitas, a las que
pertenecemos por lazos efectivos de intercambios simbólicos y materiales. En este sentido cabe anotar que
mientras la identidad nacional está referida a los bordes arbitrarios del estado nacional, la identidad global
está basada en bordes reales (7-8): es un hecho físico, no político, que compartimos la misma atmósfera. En
este sentido, la identidad global se parecería más a la identificación que tenemos con una región, con nuestra
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patria chica, no por lazos políticos, sino porque es la región con cuyas gentes tratamos y cuyo clima respiramos.
Como señalamos haciendo referencia a Sloterdijk, los bordes son contextuales: el que hay entre Colombia y
Venezuela existe en el contexto de la migración; y no existe para un huracán que atacara la región; y sí existe
en lo relativo a las ayudas estatales para aliviar los estragos del mismo.
Pero ¿para qué querríamos construir una identidad global? Por un lado, una identidad global común
parece poner en peligro las identidades nacionales y regionales que nos enorgullecen y constituyen, y que a
menudo han sido ganadas con esfuerzo. Por otro, parece más abarcable por la razón y el corazón ocuparse de
lo propio y de los propios, obrar al nivel local en el que los impactos de mis acciones son tangibles y en el que
beneficio a aquellos con los que más unido me siento. A esto se responde que hemos entrado, forzados por
las circunstancias, en una era de responsabilidad global.
4. Responsabilidad global
El subtítulo del importante texto de Stafford Beer (1996), “e Culpabliss Error” traduce “un cálculo ético
para un mundo sistémico”. Se trata de una protesta contra la evaluación ética común y tradicional según la
cual sólo se es responsable de los efectos inmediatos de la propia acción: un fabricante de armas es responsable
de las ganancias o pérdidas de su compañía pero no de las guerras que estimula; la industria farmacéutica
a veces se hace responsable de los daños que producen sus drogas en sus consumidores, pero no del daño
que producen en los seres vivos de ríos y mares a donde van a parar, directamente o a través de la materia
fecal; el juez es responsable de sentenciar al joven criminal a varios años de prisión, pero no de las violaciones
sexuales que casi con certeza sufrirá en el sistema penal; se considera benéfico al Plan Colombia porque
erradica algunas hectáreas de siembras de coca, pero no se tiene en cuenta el daño ambiental que produce; el
etcétera es larguísimo. “Culpabliss” es una palabra inventada por Beer para significar “ignorancia culposa de
las consecuencias sistémicas de mis actos”; viene de “culpa” y “bliss”, dicha, por aquello de que la ignorancia
es dicha. El concepto es importante; el término es esotérico y desafortunado, y lo reemplazamos aquí por el
de “culpa sistémica”. La idea de la culpa sistémica, sería, pues, la de responsabilizar a un agente no sólo de las
consecuencias inmediatas de sus actos sino de las consecuencias sistémicas que se den a través de conductos
causales remotos, siempre y cuando dichas consecuencias sean, en principio, previsibles; de modo que la
ignorancia de las consecuencias remotas resulta culposa.
En efecto, asistimos hoy en día a una gran proliferación de culpa sistémica: los subsistemas de nuestro
sistema social producen, en su conjunto, una serie de problemas para cuya solución ninguno de ellos está
equipado, y por los que ninguno de ellos se hace responsable. El asunto del banquero es que funcione bien
la banca, el de la industria de los videojuegos sacar títulos vendedores, el de los ingenieros diseñar mejores
consolas: pero entre todos hacen aumentar la demanda por el coltán (el “oro azul”, un mineral que requieren
muchos aparatos electrónicos) y, así, fomentan la guerra y la esclavitud en el Congo (Leonard, 2010, p.
74). Beck llama a este estado de cosas “irresponsabilidad organizada” (2009, p. 8). De forma más o menos
consciente, más o menos cínica, se toman riesgos buscando consecuencias inmediatas sin tener en cuenta sus
costos a largo plazo y a larga distancia: esta manera de obrar se apoya en una marcada asimetría entre quien
toma el riesgo y quien lo recibe (Beck, 2009, p. 9): la guerra por coltán en el Congo no toca personalmente a
los ejecutivos de la industria de videojuegos, y los hijos de los vendedores de armas no van a la guerra. La crisis
financiera de 2008 se atribuye, en buena medida, a la toma excesiva de riesgos por parte de los bancos[2] ¿qué
podría motivar dicho comportamiento riesgoso? En la medida en que las grandes instituciones financieras
podían contar con ser rescatadas si incurrían en grandes pérdidas, estaban jugando un juego de “cara, yo gano;
sello, tu pierdes”, en el que la ganancia estaba privatizada y el riesgo socializado (Krugman, 2008). Este es un
claro ejemplo de asimetría en el riesgo social.
Ocultarse de la culpa sistémica sólo es posible si se toma una perspectiva parroquial, si se conciben como
ajenos e indiferentes a mí los receptores de los males sistémicos que genero. Cuando Gunter Pauli se dio
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cuenta de que sus jabones biodegradables acababan con las selvas indonesias, pudo comprender su culpa
sistémica, porque no sólo le importaba Europa, sino el mundo en su totalidad. A partir de esta comprensión,
Pauli lanzó sus iniciativas de cero emisiones y de economía azul: la primera se trata de granjas en las que
(como en un ecosistema) todo desperdicio es un insumo para un nuevo proceso productivo, de modo que
todo encaja en un ciclo cerrado y no se producen desperdicios (Las Gaviotas, en la Orinoquía colombiana es
un centro pionero de este tipo); la economía azul es la perspectiva de cero emisiones llevada a la totalidad de
la producción económica, sería un diseño de economía en cascada en el que todo desperdicio de una industria
es insumo para otra. Este es el paso de la culpa sistémica a la responsabilidad sistémica (es de notar que, frente
a la economía verde que propone aumentar la eficiencia, la idea de Pauli de la economía azul, en cuanto
propone producción en ciclo cerrado de materiales, salvaría la paradoja de Jevons, explicada, por ejemplo, en
Alcott, 2005). Pauli (2011) anota que en este cambio en su perspectiva ambientalista tuvo un papel crucial
su encuentro con la ecología profunda y la obra de Arne Naess.
Hasta aquí, hemos mostrado que un movimiento ciudadano global necesitaría de una identidad común
que pudiera incluir una gran diversidad de individuos, y de una noción ampliada de responsabilidad de
carácter sistémico. En lo que sigue mostraremos que ciertas ideas provenientes del movimiento de la ecología
profunda, permiten pensar estos requerimientos.
5. Ecología profunda
Naess define la ecología profunda por contraposición a la ecología superficial: Superficial sería la
preocupación ecológica motivada por los problemas de salud y de riqueza que podría traer a los humanos el
mal manejo del medio ambiente; profunda sería la ecología que encuentra un valor intrínseco en el mundo
natural que defiende (1973, p. 95).
¿Cómo se encuentra un valor intrínseco en el mundo natural? Resulta crucial el concepto de relación
intrínseca: una relación entre A y B es intrínseca cuando la misma pertenece a la esencia de A y B, de modo
que A no sería A por fuera de dicha relación (95). Naess aprende de la ciencia de la ecología el punto de
vista ecológico: no se trata de una valoración alta de lo vivo o lo verde, sino de extender a la existencia en
general la comprensión, venida de la ecología, de que no se puede comprender un determinado organismo
sino en relación con su entorno y con todos los otros procesos con los que entre en relación en su nicho
ecológico (2008). Un nicho ecológico no puede existir sino en relación con un entorno más amplio: no hay
arrecife de coral sin manglar que controle los sedimientos, ni manglar sin páramo que produzca el agua ni,
a fin de cuentas, páramo sin arrecife de coral. Pero este punto de vista relacional se extiende más allá de
las relaciones químicas y energéticas: un individuo es lo que es en sus relaciones psicológicas, simbólicas,
económicas con una comunidad. En términos generales, un ser finito es un nodo en una red de relaciones que
abarca la totalidad del universo, y sus características dependen de su posición en la red. Dicha concepción del
self invita a tomar la perspectiva del sistema total, no la de las partes; y a concebir la “supervivencia del más
apto” darwiniana no en el sentido de la competencia, sino de la capacidad de coexistencia y simbiosis (Naess,
1973). Quien comprende su propio carácter relacional, comprende que su yo no se acaba en la epidermis, sino
que se extiende y riega en sus relaciones. De este modo, lo que entiendo como “mí mismo” se extiende a mi
comunidad social, a mi nicho ecológico, a mi planeta. El cuidado que espontáneamente extiendo a mí mismo,
lo extiendo con la misma espontaneidad a aquello que entiendo que hace parte de mi yo ampliado[3]). Es
a través del yo ampliado que se puede encontrar un valor intrínseco en el mundo natural; en efecto, valoro
al mundo natural como me valoro a mí mismo. Mientras que en otros sistemas éticos la valoración del otro
pasaría por un reconocimiento de su racionalidad, capacidad de dolor, o capacidad de acción moral; aquí el
mundo natural se valora como extensión de mi propio self.
En términos de acción política, dicha visión ecológica valoraría lo diferente como fuente de creatividad, y
como aportando aquello que no se encuentra en lo propio; así como en la simbiosis entre organismos cada
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uno aporta al otro lo que el otro no tiene, así debería plantearse una relación entre agentes sociales en la
que se valora su diversidad, articulándola en lugar de buscar homogeneizarla. Naess propone pasos concretos
para conseguir dicha articulación: por ejemplo, hacer explícitas las propias creencias personales y examinar
detenidamente su coherencia interna y el compromiso que se tiene con ellas: una persona que tiene una
relación madura y clara con sus propias creencias no se sentirá amenazado en su propia identidad al escuchar
y tener en cuenta las de otro (Drengson et. al., 2011, pp. 106-113).
El movimiento de la ecología profunda distingue entre el apoyo a una causa y la adhesión ideológica: una
cosa es apoyar los derechos de las mujeres y otra ser feminista; una buscar que se reduzcan las emisiones de
carbono en la atmósfera, y otra ser ambientalista, o ecologista (107). Estos “ismos” a menudo implican una
adhesión a ciertas premisas ideológicas que excluyen y ponen como “otro” a quien no las sostiene. Lo cierto es
que personas de diversas filosofías pueden coincidir en el apoyo a determinados valores y metas sin necesidad
de coincidir en sus premisas filosóficas. O bien, una comunidad puede coincidir en que quiere los mismos
bienes aunque sus miembros difieran en el ordenamiento de los bienes, en qué bienes tienen prioridad (Flores,
Spinosa y Dreyfus, 1997, 2000, pp.230-235).
Reconociendo esta unidad en la diferencia, son posibles las alianzas entre grupos filosóficamente
antagónicos: entre humanistas que quieren ayudar a adolescentes en dificultades a tener más control sobre sus
vidas y católicos que quieren reducir el número de abortos se puede tener una agencia que ayude a adolescentes
embarazadas a poner sus hijos en adopción; un proyecto de alimentación vegetariana puede tener el apoyo
de rastafaris que se rehúsan a lastimar animales por razones religiosas, socialistas que consideran que la
alimentación vegetariana es más igualitaria y ambientalistas que consideran que puede reducir las emisiones
de dióxido de carbono a la atmósfera. No importa si a los socialistas no les importe si los animales sienten
dolor, o a los rastafari el efecto invernadero.
El modelo de activismo de la ecología profunda tiene más o menos la estructura de un corbatín vertical. En
la parte superior, ancha, estarían las diversas filosofías que, de modos diversos, inspiran a la acción social. En
el medio, en la parte estrecha, estarían los valores y metas comunes a las diversas filosofías (teniendo en cuenta
que una misma conclusión es derivable desde múltiples premisas; Drengson et. al., 2011, p. 112), y en la parte
inferior, ancha, los diferentes cursos de acción que se llevan a cabo para cumplir con dichas metas y valores.
El diagrama se ensancha de nuevo en la parte inferior, porque la acción siempre es local y cada individuo o
movimiento social debe decidir la mejor manera de actuar en su situación particular (107-112). No sólo se
puede sacar una misma conclusión de diversas premisas, sino que de una misma conclusión se pueden derivar
diversos corolarios.
Diversas premisas, diversos corolarios, pero no infinitos. Es claro que una filosofía unilateral no puede
encontrar un campo común con ninguna otra filosofía, que no puede ocupar la parte superior del corbatín.
Todos los fundamentalismos (basados en revelaciones religiosas, o en premisas supuestamente científicas
pero no cuestionables ni revisables) son unilaterales: el libro de Mormón enseña que todas las demás religiones
son una abominación para Dios (Ostling, 2007); los fanáticos neoliberales, y los fanáticos marxistas que
quedan por ahí, se niegan a someter sus premisas a revisión y consideran ignorante a quien no comparte su
filosofía. Así mismo, no cualquier tipo de acción local puede considerarse como apoyando los valores y metas
de un movimiento global.
A través de la idea de un yo ampliado, que entiende su determinación a través de lo otro, y su identidad
con lo otro, podemos pensar en una subjetividad cosmopolita y capaz de responsabilidad sistémica, cuyo
aprecio por la diversidad le permite pensar en modos de acción conjunta que puedan abarcar diversas filosofías
y diversos modos de acción local. Ahora bien, podría criticarse a esta idea que la condición para articular
diversas filosofías y activismos es que todos los que participen acepten la filosofía del yo ampliado y su
ontología relacional; es decir, que en cierto modo se busca imponer una única filosofía.
Para solventar esta dificultad, acudimos a la categoría de Arne Naess de auto-realización: quiere decir ser
más uno mismo, ampliar la propia autonomía, riqueza vivencial y rango de acción (2008, pp. 81-96). Si el
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Germán Bula Caraballo. Ecología profunda y ciudadanía global
mundo es relacional, y si nosotros mismos también lo somos, entonces el esfuerzo por la auto-realización, por
ser yo mismo, sin importar de qué yo mismo se trate, sea este yo mismo católico, budista o utilitarista ateo,
redundará en un yo ampliado. Es decir, la perspectiva del yo ampliado puede acoger múltiples filosofías de
vida, aunque no todas. Y en esta medida, puede formar la base para una ciudadanía global.
En efecto, tienen mucho de parecido los seres auto-realizados de Peter Singer, Francisco de Asís, o el Dalai
Lama. Cada uno dice, a su manera, que el yo es parte de una totalidad más amplia: Peter Singer habla de un solo
mundo ético que debe incluir a todas las naciones (2002, 2003) y a los animales sentientes (2009); Francisco
de Asís predicaba la solidaridad y comunión con los animales (Boersema, 2002, p. 62); por su parte el Dalai
Lama habla de un egoísmo inteligente, que comprende que la mejor forma de ser egoísta es ser generoso (Velez
de Cea, 2013). Este encuentro con un yo ampliado no anula las diferencias entre los puntos de partida: el yo
ampliado de San Francisco es característicamente católico, y bien distinto del de Singer. Somos nodos en una
red infinita y nuestras características dependen de la posición que tenemos en la red, de nuestras relaciones,
pero el identificarnos cada vez más con la red a medida que avanzamos en nuestra auto-realización no niega
que tenemos un punto de partida particular y que la visión total que buscamos la buscamos desde nuestro
punto de vista: Algo similar dice Leibniz de las sustancias individuales, que contienen cada una el universo
entero:
[…] toda sustancia es como un mundo completo y como un espejo de Dios, o bien, de todo el universo que cada una de
ellas expresa a su manera, algo así como una misma ciudad es vista de diferente manera según las diversas situaciones del que
la contempla. Así el universo está multiplicado, en cierto modo, tantas veces como sustancias hay, y la gloria de Dios está
redoblada por otras tantas representaciones diferentes de su obra (Leibniz, 1983, p. 74).
El reconocimiento de que el nuestro es un mundo compacto, estrechamente interrelacionado mediante
múltiples vínculos causales, lleva a la necesidad de pensar en una ciudadanía global, que pueda crear alianzas
entre sectores geográfica, social y culturalmente diversos, incorporando la responsabilidad sistémica por la
totalidad de nuestro sistema común. La idea del yo ampliado de la ecología profunda parece ser capaz de dar
cuenta tanto de la perspectiva de totalidad que se requiere como de la forma en que es posible comprender
y coordinar la acción mancomunada de sectores diversosφ
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Germán Bula Caraballo. Ecología profunda y ciudadanía global
Notas
[1] Este texto es resultado parcial de la investigación:"Metrocosmética: sobre la satisfacción superficial de indicadores y
mediciones en el campo de la educación", apoyado por la Vicerrectoría de Investigación y Transferencia (VRIT) de la
Universidad de la Salle, y adscrito al grupo de investigación "Filosofía, Cultura y Globalización".
[2] Por ejemplo Manganelli y Marquez-Ibanez, 2011, p. 35.
[3] Revisar Naess, 2008, pp. 80-96; Bula, 2010b.
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